Si algo me apasiona del cine japonés es su tratamiento del recuerdo. En la cultura occidental, el significado de la memoria ha adquirido tintes casi peyorativos en un contexto en el que hemos manido la dichosa expresión Carpe Diem hasta la extenuación, regodeándonos en nuestro individualismo narcisista y la necesidad de dejar atrás el pasado para progresar, aun sin saber muy bien adónde.
Esto no es así en el mundo nipón, profundamente enraizado en el sintoísmo. La cultura sintoísta predica la existencia de un tokoyo, un lugar de permanencia, donde habitan los elementos que realmente importan; no se sitúa en un eje distinto al de nuestra existencia (al contrario que el cielo judeocristiano), sino que es un terreno horizontal a la experiencia humana, de forma que estamos permeados y guiados por él. Es en esta permanencia donde residen nuestras experiencias esenciales, y por ello los japoneses no hacen necesariamente una separación entre el pasado y nuestra realidad, sino que buscan vivir en armonía con él, afirmando que son, en esencia, lo mismo.
Esta diferencia de mentalidades ha sido inevitablemente reflejada en el cine, ya que la cultura es la mejor representación de su sociedad. El cine occidental, y en concreto el estadounidense, lleva utilizando la técnica del flashback prácticamente desde sus inicios. Probablemente la cumbre de la técnica en la época clásica se dio en Ciudadano Kane, donde toda la película transcurre en el pasado. Y esto es así solamente porque empieza con un punto de referencia en el presente, punto que va arrastrando a la trama irremediablemente, al haber sido fijada al pasado por el propio narrador. El flashback no deja de ser un recurso narrativo; en las historias tradicionales se usa para entender el presente mediante una revelación del pasado, como herramienta para darnos las claves de la semilla que terminará germinando la trama, sea un romance o un asesinato. Esto presenta varios problemas: el primero, que apela únicamente a la visión archivista de la memoria, dejando de lado sus lazos emocionales. El segundo, que racionaliza los recuerdos, tachándolos de objetivos e imborrables, cuando todos sabemos que es una definición que no podría estar más lejos de la realidad. Y, aunque narrativas emergentes han sabido girar esa visión rígida de lo pasado (véase mi reseña de A Ghost Story), seguimos anclados en el flashback barato y la filosofía de usar y tirar. Ahí está Boyhood, una de las mayores fetichizaciones de esta corriente de pensamiento, cuya única premisa es la de que tardó 12 valiosos, valiosos años en hacerse.
Ahí es donde entran los japos. Akira Kurosawa ya le otorgó un factor emocional a la reminiscencia en la pionera Rashomon, donde no sólo se nos muestra un enlace unificador entre pasado y presente, si no que además vemos tres pasados distintos, todos ellos ciertos y válidos al estar ligados a las experiencias únicas de tres personajes distintos. En la película es el presente el que acaba influyendo y explicando el pasado, algo impensable en la narrativa tradicional de aquel entonces. Donde quizá este concepto haya sido más icónico es en las películas del estudio Ghibli. Hayao Miyazaki ha impregnado su obra de enseñanzas sintoístas y budistas, siendo El viaje de Chihiro su mayor exponente. En la película vemos desde un inicio la transición a ese tokoyo, esa tierra permanente de dioses escenificada con una noche bulliciosa y mágica alrededor de una sauna. También sucede con el otro gran director de Ghibli, Isao Takahata, y su Recuerdos del Ayer, que tiene uno de los actos finales más bellos de la historia del cine.
Todo esto nos lleva por fin a la película que nos ocupa hoy. Night is Short, Walk on Girl es una película animada de 2017, dirigida por Masaaki Yuasa, conocido por el reciente anime Devilman Crybaby. En ella, seguimos la historia de dos jóvenes universitarios sin nombre que, en el festival de fin de curso deciden perderse cada uno por su cuenta en las calles de Kioto. Nuestra protagonista busca dar su paso a la vida adulta a través del alcohol, mientras él busca de alguna manera demostrar su amor por ella. La propia película, gracias a lo anárquico de su forma, llega a sentirse como una noche de fiesta y embriaguez, una de esas en las que cualquier cosa podría ser posible. Si tuviera que definir el aspecto visual de esta obra, tendría que compararla con esa escena de El viaje de Chihiro en la que la niña llega al mundo de los dioses y ve maravillada como ante sus ojos se despliega la vida nocturna de la particular ciudad. Gracias a una paleta de colores vibrante y un amor absoluto por los misterios que encierra la noche, Yuasa consigue crear uno de los escenarios más bonitos y cautivadores que he visto en una obra animada; logra mantenerse en esa fantástica escena de Chihiro durante una hora y media, y nos invita a recorrer todos esos rincones con los que hasta ahora sólo habíamos soñado. Todo está vivo, hay mil historias escondiéndose en cualquier esquina, y las luces cálidas de los puestos ambulantes colaboran con una borrachera que es ya más emocional que física. Reinventa elementos icónicos de la imaginería Ghibli, pero también hace uso de los aspectos más tradicionales de la cultura japonesa; la película está llena de Yokai, dioses, ancianos bebiendo sake, kimonos e hilos rojos que unen los destinos de las personas que se encuentran atrapados por ellos.
Debido a su narrativa fragmentada, vemos a personajes desaparecer y reaparecer más tarde en la noche, situaciones que solo podemos intuir, cambios en el punto de vista del narrador y escenas que conectan como cortometrajes independientes más que como una película de larga duración. Quizá donde más se pierde es, irónicamente, cuando pretende anclarse a una estructura más tradicional en algunos fragmentos del segundo acto, en el que hay ciertas subtramas que podrían haber sido recortadas a favor del resultado final. Pero ignorando eso, estamos ante una película di-ver-ti-dí-si-ma. Cada pequeña historia aporta a un todo, y durante una noche interminable visitamos palacios sobre ruedas, bares, obras de teatro guerrilleras o una feria de libros de segunda mano en una experiencia cinética y fluida, como esa noche de fiesta a la que aspiras cada vez que sales e imaginas una y otra vez en tu cabeza.
Y no os he hablado de lo más relevante, ¡toda esta película es un recuerdo! Y lo más bonito es que consigue producirnos esa sensación sin recurrir a ningún flashback inicial, a ningún pretérito perfecto. Todo pasa aquí y ahora, y sin embargo…
Walk on, Girl es un cuento. Es inevitable ver el alma que permanece de los tiempos universitarios de su guionista, de esa magia que solo se siente una vez, por lo que no debemos dejar que se apague. La protagonista avanza continuamente, pero no guiada por banalidades o utilitarismos, sino por esos tirones que le empujan a seguir la senda de su hilo rojo, ese que la acompañará incondicionalmente en su sino. Entre muchas ideas remitentes al subjetivismo, la película enseña las distintas formas que tiene el alcohol de afectarnos conforme envejecemos, no por el desgaste físico sino por el del alma. El filme tiene una fijación especial con los relojes; el de la protagonista, joven y vívida, avanza a la distancia de un segundo por segundo; el de los ancianos que pueblan la noche de Kioto, por su parte, avanza de mes en mes, de año en año. Sin embargo, hay un momento precioso en el que, justo antes del alba, todos los relojes se paran. Walk on, Girl habla sobre ese preciso instante, cómo resuena durante nuestras vidas y el descubrimiento de que solo es posible vivir si no renegamos de nuestro pasado. Habla sobre la memoria como tesoro personal, y por ende acaba su metraje en el culmen de la subjetividad; el clímax tiene lugar dentro de la psique del protagonista. No son pensamientos ordenados, ni siquiera tienen mucho sentido al venir provocados por tamaña resaca. Y aun así dentro de ese cajón de sastre, lo esencial prevalece. Celebremos que tengamos tanto que contar sobre aquella noche, y tengamos claro que no se puede llamar pasado a aquello que, dentro de nosotros, siempre permanecerá.